La piel es el órgano más grande del cuerpo y actúa como una barrera protectora frente a agentes externos como bacterias, contaminantes y rayos UV. Cuidarla no solo tiene un impacto estético, sino también en la salud general. Una piel sana refleja hábitos equilibrados y previene problemas como el envejecimiento prematuro, la resequedad o la aparición de manchas.
Factores como la alimentación, el sueño, el estrés y el consumo de alcohol o tabaco influyen directamente en el aspecto de la piel. Dormir poco, por ejemplo, puede causar ojeras, resequedad y pérdida de luminosidad.
Cada persona tiene un tipo de piel distinto, y conocerlo es clave para elegir los productos adecuados.
Equilibrada, sin exceso de grasa ni resequedad. Se caracteriza por un aspecto saludable y suave.
Presenta tirantez, descamación y sensación de aspereza. Requiere hidratación constante.
Tiende a producir sebo en exceso, generando brillo y poros dilatados. Es más propensa al acné.
Combinación de piel grasa en la zona T (frente, nariz y barbilla) y piel seca en mejillas.
Se irrita fácilmente con productos cosméticos, cambios de clima o alimentación.
Una rutina diaria es la base de una piel sana y radiante.
Elimina impurezas, exceso de grasa y restos de maquillaje. Se recomienda limpiar el rostro dos veces al día (mañana y noche).
Una piel bien hidratada mantiene su elasticidad y barrera natural. Existen cremas ligeras para piel grasa y más densas para piel seca.
El protector solar debe aplicarse todos los días, incluso en interiores o días nublados. Ayuda a prevenir manchas, arrugas y cáncer de piel.
Una vez dominada la rutina básica, se pueden incluir pasos adicionales.
Los sérums son concentrados que aportan beneficios como hidratación profunda, luminosidad o control del acné.
Hidratantes, purificantes, antiarrugas o calmantes, según las necesidades de cada piel.